8.02.2012

Cuentos de medianoche

Te apoyas en el alfeizar de la ventana y contemplas las estrellas. Alguien una vez te dijo que era gente que se había marchado, así que te dedicas a buscar a la que brilla más que el resto, porque sabes que es la que te pertenece. La persona que se fue de tu lado, a pesar de haber prometido no hacerlo. 

Miras la hora y sabes que si no te acuestas pronto tu madre se enfadará, así que te recuestas en la cama con los brazos estirados y miras al techo. Te imaginas tu cielo de estrellas, en las que todas se alinean unas con otras para formar un rostro; el rostro se agranda hasta formar un cuerpo, y ese cuerpo desciende hasta tu lado y te arropa. Son estrellas imaginarias, pero por alguna extraña razón, esos brazos ejercen peso sobre tus hombros; las manos provocan escalofríos al recorrer tu piel y los labios te hacen doblar los dedos de los pies. 

Abres los ojos. Las estrellas se han ido. Sólo estás tú y tu almohada mojada con lágrimas del pasado. Te sientas, ignorando el dolor de tu espalda al erguirte, y te apoyas contra la pared, justo en la esquina. Miras al techo, y las estrellas vuelven a aparecer; esta vez, sin embargo, no forman el rostro sonriente que esperabas, sino uno frunciendo el ceño, gritando, dando puñetazos al aire y a la cama, llorando. Te estremeces y tiemblas de terror. ¿Dónde está tu estrella? <<Es esa misma que estás mirando>>, dice una voz maliciosa de tu interior. 

Desde entonces, has dejado de mirar las estrellas por las noches; ya no te las imaginas en el techo de tu cuarto, ahora sólo ves oscuridad y sombras. 

Ya no pides cuentos de medianoche.

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