El héroe había alimentado y extendido su leyenda por todos los reinos conocidos, y se confió de que el poder de la niña de sus ojos nunca sería desafiado. Como buen caballero, nuestro héroe participaba en torneos y demás juegos con armas blancas, y en su afán de preservar en perfecto estado La Legendaria, nunca la usó; mandó forjar decenas de espadas de todo tipo, cualquier acero con el que pudiera competir y así asegurar su fama como caballero y señor de la comarca. Con el tiempo, y una vez había sido establecida la paz en el reino, el caballero se acostumbró a portar otras espadas, guardando la suya en un lugar seguro en su castillo. Asimismo, al tener otras armas a su disposición, se despreocupó del mantenimiento de La Legendaria, contentándose con mantenerla bajo seguro. Al fin y al cabo, era su espada.
Cayó el verano y la fama de nuestro héroe se había extendido tanto que llegaron navíos de ultramar a comprobar por sus propios ojos lo que se contaba de este señor caballero. Se organizó un torneo para dar la bienvenida a los forasteros y el héroe aprovechó para contar sus hazañas con La Legendaria, alimentando tanto su fama como su ego; uno de los soldados de ultramar retó al héroe en duelo, y éste aceptó encantado, mas el soldado exigió que el héroe luchara con ningún otro acero más que con La Legendaria. Cegado por el orgullo y el placer de la fama, el héroe no dudó en desenvainar su arma de oro y piedras preciosas, precisa y letal, y aceptar las condiciones del soldado.
Sin embargo, el héroe no reparó en que La Legendaria, la niña de sus ojos, llevaba demasiado tiempo sin recibir cuidado alguno, y cuando el pobre pero sólido acero del soldado chocó con ella, ésta estalló en mil pedazos, despojando al héroe de todo por lo que había vivido.
Cuida lo que te importa; puede que no sea tan indestructible como crees.