5.30.2013

Síndrome de Estocolmo

¿Cuándo empezaron a cambiar las cosas? ¿Cuándo dejaste de ser una niña inocente y te convertiste en un alma en pena? ¿Por qué? La vida no deja de cambiarnos, moldeándonos a su gusto cada día, dándonos forma y transformándonos en seres un poco más infelices con cada amanecer. Y no puedes mirar hacia atrás; no hay nada.

"Me echo de menos", le susurras a la almohada, mojada con lágrimas de silenciosa agonía. Cada mañana te aleja un poco más de tu Antiguo Yo, impidiéndote recuperarlo, asimismo cerrándote las puertas del presente; tu camino se ha convertido en un viaje en autobús sentada en el asiento que va de espaldas. Vas hacia delante, pero miras hacia atrás; el autobús marea, la vida, duele. Aún cuando haces un esfuerzo por darte la vuelta y mirar hacia adelante, no eres capaz de idear algo que mantenga vivo tu recuerdo cuando te hayas ido. ¿Qué quedará de ti entonces? ¿Una piedra con un nombre y dos fechas, quizá un breve epitafio? Te sientes como una mosca atrapada en una habitación; vuelas de un lado a otro, hacia delante, hacia atrás, recorriendo todas las esquinas y chocándote contra todos los obstáculos que ves a tu paso en tu incesante búsqueda de una ventana abierta, de libertad. Paralelamente, te sientes igual de mareada que una persona que observa este vuelo.

Quieres tener algo a lo que agarrarte, saber quién eres, reconocerte a ti misma. Pero no estás segura de que eso sea posible; estás secuestrada por el pasado, y a fuerza de haberte tenido ahí anclada, ahora que la vida te ha sacado de ahí a patadas, no puedes evitar seguir mirando hacia atrás; has desarrollado Síndrome de Estocolmo hacia ti misma. Eres tu propio verdugo, fuiste tu carcelera y siempre serás tu sombra. Aun sabiendo que fuiste tú misma quien se infligió y permitió que le infligieran las heridas que ahora lucen como cicatrices, y siendo consciente de que la "nueva página" del libro ha visto sonrisas más puras, sigues queriendo recuperar la inocencia de esa pobre chica que no sabía dónde se estaba metiendo.

O quizá sólo quieras poder dormir tranquila, por una vez; dejar de tener pesadillas, ser absuelta de remordimientos que ni siquiera te pertenecen. No querer pedir perdón, no hacerlo. Quieres ser capaz de mirarte al espejo, directamente a los ojos a tu secuestrador y decir "nunca más"; sólo quieres ser libre.

Sin embargo, los delitos de tu pasado ya prescribieron, y el verdugo de tus pesadillas nunca será condenado. Si estuviéramos hablando de dos personas, sería una injusticia; pero sólo hablamos de ti misma. Y por desgracia nunca podrás dejar atrás quién fuiste, si bien puedes redireccionarte hacia quién quieres ser; una parte de ti siempre echará de menos la persona que fuiste ayer, siempre un poco menos lastimada que tu nuevo reflejo cada mañana. Quizá algún día consigas encontrarte a ti misma y puedas dejar atrás a tu secuestrador. Quizá algún día te reconozcas cuando te mires al espejo, quizá llegues a saber quién eres.

De momento, padeces Síndrome de Estocolmo.

Le dedico esta entrada a Gilles27Push, por haberme ayudado a ver que soy presa de mí misma y haber así inspirado esta entrada. 

5.15.2013

Confesiones

La literatura es muy bonita; los que saben controlarla pueden doblar la realidad a su antojo, dar impresiones, crear falsas esperanzas o decirlo todo sin realmente decir nada. La literatura está muy bien para darle vueltas a un asunto y no hacer absolutamente nada al respecto. Pero a veces hay que dejarse de metáforas y hablar claro.

A veces, hay que reunir el valor para decir: "No" cuando te preguntan si estás bien. O para decir: "Tengo miedo", o "Te quiero", o "Lo siento", o "Gracias". A veces hay que hacer de tripas corazón y enfrentarse a los problemas, no sólo hacer de ellos una entrada, una historia, un poema, un libro; eso está bien, pero no es suficiente. Dicen que los artistas tienen el mayor don de todos, pero yo creo que no es así; el mayor don, la cualidad que realmente nos pone a las personas en el podio, es el valor. El valor de seguir adelante, de pedir ayuda, de abrir nuestro corazón a alguien. La auténtica virtud está en dar sin pedir nada a cambio. La literatura es un arte oscuro, engañoso, un espejo de la realidad perdido entre las sombras. Y, como dijo un grande, "No hay palabras mal dichas, sino mal interpretadas". Con eso en mente, ¿quién se atreve a coger la mano de alguien que no sabes si te la está pidiendo?

Por eso, llega un momento en la vida de papel de un escritor en el que no puede seguir diciendo las cosas a medias, llamando a lágrimas, cataratas, a recuerdos, monstruos, a lo blanco, negro. Llega un momento en la vida en la que el escritor tiene que dejar la pluma y confesar; desenmascarar las metáforas de sus memorias, revelar secretos ocultos, dar las gracias y pedir perdón, suplicar por la absolución de su alma de mentiroso. Y las confesiones tienen que hacerse de manera clara; hay que llamar a las cosas por su nombre, decir textualmente las palabras que has dejado escondidas entre las líneas de la interpretación. Tarde o temprano, la vida sale al encuentro, y, tarde o temprano, llega el día en el que las impresiones toman nombres propios.

Pero hoy no será ese día.

5.14.2013

Vida al acecho

En una tarde lluviosa, el miedo vuelve a instalarse dentro de ti. Los relámpagos sacan a la luz el miedo de tu alma, los truenos hacen eco de los quejidos de tu corazón, la lluvia cae sobre ti como un manto de lágrimas en vez de uno de salvación; después de haber sobrevivido a las tierras yermas bañadas por el sol, cuando viene la tormenta, tu ánimo no está ahí para acompañarla.

Resulta curioso, por llamarlo de alguna manera, cómo la vida hace de ti su marioneta; un día te regala una sonrisa, al siguiente, una patada en el estómago. O quizá seas tú misma, que no eres capaz de distinguir tu propio reflejo en la ventana, el verdugo de tus propios sentimientos; ¿es eso suicidio? Quién sabe. En cualquier caso, con la lluvia, llega el miedo; el del pasado, el del presente, el del futuro. Te atacan el pánico a que las cicatrices no hayan sido borradas, y estén de alguna forma cubiertas por maquillaje que la lluvia no tardará en limpiar; una sensación de inferioridad por la presión que te oprime desde fuera y a la vez trata de expandirse desde dentro; la desolación ante la posibilidad de perder lo que más quieres y todo aquello por lo que has luchado, a lo que te has agarrado para seguir a flote.

Por razones masoquistas, o simplemente por querer disfrutar de su belleza, te sientas frente a la ventana a contemplar este fantástico fenómeno natural que parece ser el reflejo de ti misma; el frío de la calle se cuela a través del cristal y te enfría, primero los pies, luego el brazo que tienes apoyado contra el vidrio y, por último, el alma. Y con el frío llegan las leyes de la física y actúan sobre ti hasta que te vas encogiendo, haciéndote pequeña, muy pequeña. Los desafíos parecen más imponentes que nunca, y los obstáculos, insalvables. Intentas ahogar los pensamientos con música, pero no hay forma de hacer callar a la Madre Naturaleza, y el eco de tus quejidos vuelve a retumbar.

Llegados a este punto, ¿qué te queda? Sombras del pasado, sumisión al presente y promesas en la cuerda floja para el futuro. Quizá sea la intensidad de la tormenta, la fuerza de un fenómeno que, al igual que el destino, no puedes detener; ella siempre tendrá la voz cantante, decidirá cuándo aparecer y cuándo dejarte al antojo de la bola ardiente, cuándo hacer que el viento te despeine, que la lluvia te envenene.

O quizá no sea la tormenta, al fin y al cabo, sino la vida, que anda al acecho.