No has dejado de mirarla, pero, de repente, has ido dejando de verla. ¿Cómo ha podido pasar? Intentas aferrarte a ella, retenerla, hablarla, ayudarla, pero se te escapa de entre los dedos. Alargas la mano, alzas la voz, pero ella sigue desapareciendo.
Sus colores se vuelven más grises aunque que te ensañes con tu paleta; sus contornos se difuminan, por mucho que intentes repasarlos con tu rotulador. Hagas lo que hagas, digas lo que digas... no sirve para nada, más que para alegarla todavía más de ti, para hacerla desaparecer un poquito más rápido. No puedes sino guardar silencio y ser un impotente espectador en la crónica de un suicidio. La ira se acumula en tu interior a cada día que pasa, presa de esa maldita impotencia y ese miedo que te impiden hacer otra cosa que no sea retener las lágrimas; con ellas, sólo diluirías aún más sus colores. Harías lo que fuera, cualquier cosa por poder hacerla volver, con todos sus colores, con sus formas perfectas, sin una sola esquina borrosa o decolorada. Y sin embargo, no puedes. No hay asesinos en esta película, no hay villanos ni héroes; sólo existe la profunda crueldad de un pensamiento más poderoso que ella misma, y un odio mayor que el de los dioses cuando se empeñan en castigar a sus estúpidos y débiles mortales.
Puedes vivir sin su amistad, pero no quieres vivir sin ella. Lo intentas todo pero no puedes hacer nada; sus colores se siguen perdiendo en la bruma de un universo al que no podría importarle lo más mínimo. Alargas el brazo y cierras la mano en un puño, pero no se puede agarrar algo que ya no está. Como motas de polvo a la luz del sol, como polvo de hadas en un cuento para niños; cierras la mano en torno al vacío. Sigues quieta y callada, observándola desaparecer, hasta que sólo te queda su sombra.
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