2.17.2013

Una pieza más de los juegos

Si un libro merece la pena, al terminarlo no lo dejas en la estantería sin más; si es un buen libro, al acabar la última página te quedarás sentada donde estás con él entre las manos, mirando al infinito un rato. Si es un libro muy bueno, te hará cuestionarte todas tus creencias hasta el momento, replantearte las cosas que verdaderamente valoras. Si es un libro como la saga de Los Juegos Del Hambre, y has sabido interpretarlo correctamente, te cambiará la vida por completo.

Si al reconocer el título habéis pensado en la preciosa/trágica/intensa/ historia de amor entre los protagonistas, os agradecería que dejarais de leer ahora mismo y que volvierais a atender vuestra superficial vida. Si en cambio habéis sentido vuestra sangre entrar en efervescencia e indignación al evocar la verdadera historia, escondida tras el empalagoso romance de la Saeta de Agua y el Chico del Pan, entonces, por favor, proseguid. 

Como escritora, envidio la maestría con la que Suzanne Collins ha plasmado al papel la crítica social más impresionante que he visto nunca. Como moralista, la odio por haber conseguido tambalear los cimientos de mis creencias. Como lectora, le doy las gracias en nombre de aquellos que todavía saben leer más allá de lo que está escrito. En estos dos últimos años he cambiado mucho, pero estaba convencida de que por fin, más o menos, sabía quién soy; de hecho, ya me había leído la saga, pero a falta de tener otra cosa a mano, decidí releerme los libros y analizarlos con más calma. En qué hora abrí la caja de Pandora. 

Decir que me ha hecho pensar es quedarse corto; y a mí de por sí no me sienta bien pensar. He establecido mis raíces en una persona que defiende ciegamente la naturaleza, protectora de la buena música pero incapaz de quitarse de la cabeza el aspecto físico. Afortunadamente, cuanto más leo, más repulsión siento hacia mí misma. Amo la naturaleza, por supuesto, y odio ver que cada vez queda menos por nuestra avaricia, pero cada vez que me mudo al Distrito 12 sé que acabaría con la última planta del planeta si con eso pudiera dar de comer a cada niño hambriento. La industria musical está envenenada (y sin síntomas de mejora), sí, pero ¿cómo puedo tener la cara de preocuparme por si la gente escucha reggaeton o lo que yo considero música de verdad, cuando más de medio mundo está subyugado bajo la mano de dictadores tiránicos? Realmente me cuesta sentir remordimientos cada vez que como una onza de chocolate por si me hará engordar cuando sé que eso es precisamente lo que mantendría con vida a personas que probablemente la merezcan diez veces más que yo. 

No voy a despotricar contra el gobierno, porque la cruda realidad es que ellos no tienen la culpa (lo siento, mis queridos anarquistas, es lo que hay); esta vez, voy a ir mucho más allá. He pintado las paredes de mi identidad con el color del odio a la humanidad: destruimos la naturaleza a nuestro antojo, modificamos las leyes de Dios y queremos extender nuestro poder hasta el mismísimo espacio exterior. Pero es leyendo un libro como Los Juegos cuando me acuerdo de lo repugnantemente egoísta y ciega que soy. He recaído en la palabra que siempre he querido evitar: generalización; mi odio hacia la humanidad no es sino una exageración de lo que siento hacia el "primer mundo", hacia la civilización "desarrollada" en la pura superficialidad, habiendo extendido ese odio por error hacia la gente que no tiene la suerte de poder abrir el grifo para lavarse las manos cuando se le pringan de salsa barbacoa. 

He decidido dejar de luchar por bajar de peso, por conservar la naturaleza e incluso por la buena música. He decidido que ya no quiero ser una moralista, y que voy a seguir con los pequeños hábitos que me dan placer banal (escuchar música, leer, escribir y poco más) para poder canalizar toda mi energía en lo que de verdad importa. He decidido creer en la humanidad. No en el concepto que engloba al ser humano, sino en lo que se define como comprensión y empatía hacia nuestros semejantes. He decidido dejar de ser una pieza más de los juegos de una sociedad corrupta que me quiere hacer vivir una vida superficial haciéndome creer que es plena y satisfactoria. He decidido creer en los que no sólo son gente, sino además personas, y hacer todo lo que esté en mi mano para que un día, ellos piensen como yo.

Enlazando con el tema que me ha llevado a desvariar hasta este punto, Los Juegos Del Hambre, suplico a mis escasos lectores que os hagáis con una copia de esta dinamita que ha puesto mi vida patas arriba y lo leáis con atención; mirad más allá de la historia de amor y comprended por qué no hay un final feliz en el que comen perdices. No seáis una pieza más de los juegos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por dedicar tu tiempo en dejarme un mensaje, querido transeúnte.
Atte:
-C.