Veo mi ropa tirada en la orilla, un pequeño montículo de color entre la arena solitaria. Nado hasta ella como puedo y consigo echármela por encima, empapándola conmigo. Me dejo caer de espaldas sin importarme en absoluto la arena que quedará adherida a mí. El dolor de mi pecho se intensifica con cada respiración que doy, ya que mis pulmones siguen doloridos y quemados; el frío me cala los huesos más que el agua que chorrea por mi pelo, confundida entre las lágrimas. Ahora mismo no recuerdo qué he perdido exactamente, pero sé que duele; duele de tal manera que todo me da vueltas, la sangre me late en la cabeza y los oídos me pitan. Por mucho que apriete los dientes y puños para concentrar el dolor en el ámbito físico, el fantasma que me acecha en mi interior no desaparece. Mi cuerpo por fin cede y los músculos se me relajan, sin fuerza alguna; yazgo exhausta sobre la arena, jadeante.
Entonces aparece él, de ninguna parte. No le veo venir y apenas le oigo cuando me habla, pero de alguna manera su voz es capaz de abrirse paso hasta mi cerebro y éste la reconoce como suya; eso me calma. Me toma entre sus brazos y me mece, apartándome el pelo de la cara y sin dejar de hablarme. La presión del pecho se sustituye por otro tipo de intensidad, una agradable, hasta que, de repente, él se marcha. No sé qué le impulsa a hacerlo, pero tan pronto como sus brazos me rodeaban, el viento vuelve a ser lo único que entra en contacto conmigo, y el dolor vuelve. Me desmayo.
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-C.