-Se acercaba la época de exámenes, así que todos nos recluimos un poco en nuestro propio mundo, pero aún así seguíamos siendo un grupo. Éramos algo... especial, no sabría cómo explicarlo. Teníamos algo grande. Estaba convencido de que todo sería perfecto, de que nada podría separarnos, de que... en fin, de que todo sería perfecto.
Suelta una risa amarga y sacude la cabeza pesarosamente.
-Y justo cuando... -la voz se le ahoga en la garganta, y tiene que carraspear para seguir-. Justo cuando todo iba bien, cuando estábamos acabando los exámenes y la tensión por los libros se estaba disolviendo poco a poco, nos llegó la noticia. Se acabó. Se acabó. Se acabó...
>>Paloma, la mayor, se iba. Se marchaba para siempre, a estudiar a Alemania, por un traslado en el trabajo de su padre. Es curioso cómo, en una milésima de segundo, todo se rompe. El mundo se me cayó encima de golpe. Los tres enmudecimos. Probablemente fuera sólo mi percepción, pero me dio la impresión de que nadie habló durante una eternidad. Había llegado al cielo, lo había tocado con mis propias manos, había vivido allí, y, en cuestión de segundos, el pilar que me sostenía se había venido abajo, dejándome caer sin ningún tipo de paracaídas.
>>Intentamos buscar algún tipo de solución, alguna salida viable, lo que fuera para que se quedara y no nos abandonara. En realidad, Blanca y Elisa lo hicieron; yo no podía mediar palabra. Recuerdo volver a casa y que mi madre me preguntara algo (probablemente qué tal me había ido el día), y yo no contestar. No recuerdo cambiarme de ropa, ni atarme los cordones de las zapatillas, ni salir de casa, ni cruzar el puente. Simplemente, y como por arte de magia, me encontraba corriendo. Nunca había corrido tan rápido ni con tanta rabia. Inconscientemente me metí por las calles secundarias que nunca están transitadas, y menos a esas horas, y corrí.
>>Corrí como alma que lleva el diablo, dando la vuelta si me encontraba con un semáforo o una esquina que me impidiera seguir. No notaba la fatiga, ni el ardor en los pulmones, ni el agarrotamiento de las piernas. Sólo estábamos yo, mi rabia y el viento. Era la primera vez que salía a correr sin música ni el móvil; ni siquiera llevaba llaves. Cuando el sol hubo bajado un poco, giré hacia una pequeña calle, sin mirar muy bien por dónde iba. Era una calle cortada por una valla, pero yo no la vi. Para cuando lo hice, era demasiado tarde; no pude frenar a tiempo y me choqué contra toda ella. Así, sin más. Tirado en el suelo conseguí calmarme un poco, y volví andando a casa, porque me había hecho sangre en una rodilla y me escocían las manos. No me quedaban fuerzas, de todas formas.
>>Un segundo. Eso es lo que tardó mi vida en venirse abajo.
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