Me pregunté dónde estaría mientras caminaba del instituto a casa; hoy no había ido a clase, y habíamos tenido un importante examen. Mi móvil se había quedado sin batería hacía dos horas, así que tanteé todos mis bolsillos en busca de suelto y me acerqué a una cabina telefónica. No cogió el teléfono, y tras cuatro llamadas sin éxito, empezó a llover. Me dolía la cabeza y decidí llamar a casa, para que viniesen a buscarme en coche. Rebusqué para encontrar alguna moneda más, pero las había agotado todas en ella.
Notando cómo la temperatura de mi cuerpo iba ascendiendo, me pregunté a dónde se había ido todo, nuestros buenos tiempos, en los que nos podíamos reír de los problemas sin reparo alguno, en los que nuestras preocupaciones se limitaban a llegar a fin de mes con el suficiente dinero para poder ir al cine. Era difícil recordar quiénes habíamos sido, sobre todo teniendo en cuenta que se había alejado de mí; por alguna razón que no comprendía, obviamente. Ya era tarde para conseguirlo, aunque, ¿también para intentarlo? Habíamos malgastado días y noches, horas y horas por estupideces, y ahora no tenía nada. Estaba paralizado.
Un grupo de chicas pasaron a mi lado (me había sentado en un soportal) cantando una canción romántica. <<Todos esos cuentos de hadas están llenos de porquería; si oigo una sola canción de amor más, me pondré enfermo>>, pensé para mí. Ella me había dado la espalda, yo se la había dado a ella, la había entregado mi corazón y ella no lo quiso. La fiebre me habría subido ya a cuarenta grados, o así, me mareé y me debí desmayar, porque cuando abrí los ojos estaba en casa, con un paño de agua fría en la frente.
¿Es posible que tenga frío? Debemos estar a treinta y cinco grados a la sombra, y estoy sudando pero... tengo frío. Me llevo la mano a la frente y estoy ardiendo, así que subo a casa y dejo que mi madre me arrope en mimos, un poco antes de desmayarme.
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