Le saludo con una mano y una sonrisa de compasión; él me devuelve la sonrisa como puede, abre la ventana y se sienta en el alféizar (que forma parte del tejado, más bien). Yo dudo; por fin, hace una señal para que me una a él y maniobro como puedo para no matarme y llegar a su lado. Pretendo ser un poco más torpe de lo normal para que tenga que ayudarme; me toma la mano y pone la otra en mi cintura para empujarme hacia sí.
-¡Salta!, dice, tirando de mí, y de un impulso levanto los pies de mi propio tejado, acabando encima suyo.
Tardo un poco más de lo que debo en retirarme hacia un lado, y me ruborizo cuando él sonríe, a centímetros de mis labios. Por fin nos incorporamos y nos sentamos correctamente, uno al lado del otro, igual que en el parque.
-¿Os habéis peleado?, pregunto, tímidamente. Asiente con la cabeza y me cuenta que él hizo una broma que a su novia no le gustó, y se había molestado. Ha intentado disculparse, pero al parecer ella se toma las cosas muy a pecho. Le pregunto cuál fue la broma que hizo y cuando me la cuenta, no soy capaz de parar de reír. ¡Es buenísima! No sé cómo alguien se puede tomar mal algo así, sobre todo viniendo de él. Pero si no sería capaz de hacer daño a una mosca. Ella no le comprende.
Nos pasamos la noche hablando ahí, en el tejado, mirando las estrellas e imaginando formas en el cielo. Acabamos riéndonos tanto que nos cuesta no caernos del tejado; no sé cómo no se da cuenta de que yo soy quien le hace reír cuando está a punto de llorar, de que yo soy quien e verdad le comprende y le entiende. De que yo soy quien le saca una sonrisa inesperada.
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