Si una imagen vale más que mil palabras, un silencio vale más que dos mil; con una mirada podemos decir muchas cosas, con una foto demostrar muchos crímenes, pero lo que dice un silencio, o mejor dicho lo que calla, éso es lo que hay que entender. Cuando a las palabras, las risas, las acciones, los recuerdos, las lágrimas... lo único que precede es un silencio, una pausa, una contestación contenida, o simplemente, nada, el mensaje es definitivo. Porque los silencios no se interpretan, siempre dicen lo mismo.
El arte de apreciar un silencio no recae en escuchar lo que lo rodea, sino en entender lo que calla; es casi un arte mayor que el de entender las mentiras, porque al no haber nada a lo que agarrarse no queremos creernos el mensaje que nuestro subconsciente ya ha captado. Los que dominan el arte de los silencios, no sólo saben interpretarlos, sino que además los sienten; disfrutan de los silencios contenidos, lloran con las pausas dramáticas, y son capaces de aprender de ellos.
El director vuelve a asir la batuta con fuerza, los violines colocan sus arcos en posición, los vientos llevan los labios a su sitio, el pianista posiciona las manos, y el público se sale de sus asientos. Entonces, por fin, llega la tónica. Toda la fuerza de decenas de instrumentos recayendo en ese final, en el éxtasis del compositor, en la explosión de sonido y sentimientos. El público rompe en aplausos y vítores, vibrantes con adrenalina contenida.
Gracias al efecto de los silencios.
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