5.27.2012

Cada vez (VIII)

Rebusco en mi bolsillo hasta que encuentro las llaves de casa y entro, agotado. Estoy hecho polvo, los huesos molidos y la cabeza embotada. No creo que pueda dormir hoy, aunque de todas formas, no esperaba hacerlo. Así que me tumbo en la cama y miro al techo.

Sé que no soy lo suficientemente fuerte para olvidarme de ella, no puedo huir, sólo sé ir a buscarla. Cada vez que me la imagino mirándome, diciendo mi nombre... Mi corazón se pone de rodillas. Cada vez que la enfermedad se la llevaba y se marchaba de mi lado, me volvía loco; quería huir, quería quedarme, no sabía qué hacer. Tanto entonces como ahora es muy difícil elegir entre el placer y el dolor, aunque sé que los dos acabarán conmigo. No soy lo suficientemente fuerte como para seguir vivo.

A veces se iba sólo por un rato, en el cual intentaba mantenerme ocupado arreglando la casa; no obstante, cuando se iba durante varias horas era horrible; acababa dando vueltas por la casa sin saber qué hacer, mirándola y rezando para que abriese los ojos, sentándome a su lado intentando darla algo de mi propia vida; pero nada de eso funcionaba. La enfermedad hacía con su cuerpo lo que quería, no había manera de pararlo. Repetidas veces la insistí en que aceptase la medicación que los médicos la ofrecían, pero como se limitaba a ignorarme, desistí. Las últimas horas que pasó lúcida me dijo <<Si rechacé la medicación era porque quería estar contigo al máximo, con dolor o sin él, pero limpia de vida artificial>>. Tuve que esforzarme tanto en tragarme las lágrimas que en el momento que cerró los ojos tuve que correr al baño a vomitar.

Me levanto arrastrando los pies y voy hasta la cocina, a servirme un vaso de agua. Acabo metiendo la cabeza debajo del grifo y dejando que me empape la nuca; no quiero volver a la cama. Doy varias vueltas por la habitación sin saber qué hacer y acabo sentándome en la ventana. No hay absolutamente nada de viento, ni siquiera una ligera brisa que me haga deshacerme de este sofocante calor. Muy en el fondo sé que la culpa no la tiene la temperatura.

A las siete, cuando el cielo comienza a tomar un color gris, no aguanto más y salgo a la calle. Me dedico a pasear por el barrio, en círculos, sin fijar la mirada. Al llegar a la panadería, Marga, la pastelera, de unos sesenta años, menuda y ligeramente regordeta se asoma a la puerta. <<Hoy ha podido contigo, ¿eh?>>. Me sonríe; siempre lo hace. Cuando asiento con la cabeza, intentando devolverle la sonrisa, saca un bollo e insiste en que me lo coma. Sigo caminando.

<<Hoy ha podido contigo, ¿eh?>>. Sus palabras retumban en mi cabeza. Claro que ha podido conmigo, nunca soy lo bastante fuerte.


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