6.18.2012

Trotamundos (I)

Una buena pregunta sería cómo he conseguido llegar hasta aquí. Sólo recuerdo haber salido de Barcelona hace dos días con la mochila a cuestas, con un par de conjuntos limpios y varias bolsas de comida basura camino de... Bueno, de donde estoy ahora, supongo. A miles de kilómetros de casa.

Los primeros dos días debí caminar varias decenas de kilómetros, siguiendo la línea de la carretera y parando para comer o dormir cuando el cuerpo me lo pedía. Me alegré de haber echo caso a mamá cuando me dijo que ahorrara, porque llevaba encima todo el dinero que había reunido en todos mis años de vida; no era gran cosa, pero era más que suficiente para sobrevivir. Aún así, al tercer día rebajé el ritmo, pues los pies me dolían y mi espalda se quejaba, a pesar de llevar menos comida encima. A las seis horas de caminata, decidí rendirme a las súplicas de mi cuerpo y se senté a unos metros del arcén. A los diez minutos de estar allí parado, mirando al tráfico, una camioneta antigua con la pintura medio desconchada redujo la velocidad y se detuvo a unos metros de mí. Me puse en pie, acercándome lentamente a la ventanilla del copiloto.

Al otro lado de la ventanilla me encontré a una pareja, probablemente matrimonio, de unos treinta y pocos. Me recibieron con una amplia sonrisa.
-¿Quieres que te llevemos a algún lado?
Al principio mi instinto me hizo desconfiar, pero tras recordar lo agotado que estaba y los pocos recursos que me quedaban, cedí.
-Tranquilo, no te haremos daño, nosotros también nos escapamos de casa cuando éramos jóvenes.
-¿Ah, sí?
Me monté en la parte de atrás de la camioneta y me contaron su historia; habían estado saliendo desde los diecisiete años, y se querían con locura, pero sus padres no lo aprobaban, así que, dos años después, decidieron fugarse. Desde un primer momento intentaron hacer autoestop, pero nadie tuvo compasión por ellos; una semana después, no tuvieron otro remedio que llamar a sus padres para que fueran a buscarlos. Por fin consiguieron que aprobaran su relación, pero desde entonces siempre habían ayudado a caminantes solitarios y con aire triste.

Su historia me pareció increíble, sobre todo por el sentimiento tan fuerte que obviamente les unía; nada les había separado. Después de tantos años; era maravilloso. Gracias a ellos pude llegar a la siguiente provincia en mucho menos tiempo, y desde allí empecé a hacer autoestop. No eran muchos los que me ayudaban, pero los que lo hacían siempre tenían una historia que contar, y yo oídos con los que recibirlas.

A fin de cuentas, parece que el resto del mundo no es tan diferente a mí como pensaba.

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