La bala te ha alcanzado, y la herida no deja de sangrar. Sientes cómo la vida se escapa de tus manos, ves pasar todos estos años ante tus ojos. Y lloras.
Lloras porque ha habido momentos terribles, mas estas lágrimas son de alegría, por todos esos momentos en los que has tocado el cielo con la punta de los dedos. Puede que no haya habido muchos, pero no cambiarías ni uno de esos por levantar el peso de otros cien malos; son tus momentos. Y se han acabado. Empiezas a perder la audición, y no oyes llamar tu nombre; los nervios mueren, y por fin dejas de sentir el dolor, aunque sabes que sigue ahí; la visión se nubla, y te dispones a cerrar los ojos, para siempre.
Entonces Dios te concede un segundo más, un último vistazo al mundo del que te escapas, un momento de lucidez. Y lo sientes. A través de todos y cada uno de tus sentidos, sientes cómo el mundo grita por ti. Oyes voces gritar tu nombre, ves a gente corriendo hacia ti, respiras su angustia y saboreas su amor. Cuando te alcanzan, los reconoces a todos. Y lloras una vez más.
Son tu familia. Tus amigos, tus padres, tus conocidos, tus tíos y primos, tus compañeros...
Son tu batallón de rescate.
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