5.23.2012

Cada vez (III)

Me pongo a rasguear la guitarra aleatoriamente, pero sé perfectamente qué estoy tocando. Esos acordes surgieron esa última mañana, aquí mismo, sentados en las rocas.

Cuando el sol estuvo por fin alto en el cielo, sobre nuestras cabezas, la convencí para que se levantase y me acompañase a comprar algo de comida; bajamos al pueblo y yo entré en una pequeña tienda de comida casera envasada mientras ella se sentó a hablar con varios ancianos. Con los paquetes en la mano, no pude evitar quedarme parado mirándola; se la veía tan inocente, tan perfecta, tan... sana.

Volvimos a la parte más alta del peñón y comimos lentamente, observando el valle a nuestros pies. Un rato después, para el dolor de toda mi alma, se levantó abruptamente y corrió todo lo que pudo antes de vomitarlo todo. Dejé mi propia comida en la bolsa y me quedé donde estaba, muy quieto. Esperé hasta que volviera, sabía que ella no querría que yo la viera así. Lo hizo arrastrando los pies, y con los ojos rojos. Tomó un sorbo de agua y volvió a refugiarse en mis brazos, con la cabeza enterrada en mi cuello.

Se quedó dormida. No sé por qué había llevado la guitarra hasta allí, pero la cogí y comencé a rasguear unos acordes. Un poco después, a entonar una melodía; y allí, entre unas rocas perdidas en el mundo, con el amor de mi vida sobre mi regazo, completamente dormida, conté nuestra historia; nuestra canción.


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