Cuando el sol estuvo por fin alto en el cielo, sobre nuestras cabezas, la convencí para que se levantase y me acompañase a comprar algo de comida; bajamos al pueblo y yo entré en una pequeña tienda de comida casera envasada mientras ella se sentó a hablar con varios ancianos. Con los paquetes en la mano, no pude evitar quedarme parado mirándola; se la veía tan inocente, tan perfecta, tan... sana.
Volvimos a la parte más alta del peñón y comimos lentamente, observando el valle a nuestros pies. Un rato después, para el dolor de toda mi alma, se levantó abruptamente y corrió todo lo que pudo antes de vomitarlo todo. Dejé mi propia comida en la bolsa y me quedé donde estaba, muy quieto. Esperé hasta que volviera, sabía que ella no querría que yo la viera así. Lo hizo arrastrando los pies, y con los ojos rojos. Tomó un sorbo de agua y volvió a refugiarse en mis brazos, con la cabeza enterrada en mi cuello.
Se quedó dormida. No sé por qué había llevado la guitarra hasta allí, pero la cogí y comencé a rasguear unos acordes. Un poco después, a entonar una melodía; y allí, entre unas rocas perdidas en el mundo, con el amor de mi vida sobre mi regazo, completamente dormida, conté nuestra historia; nuestra canción.
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