El nueve de julio fue el día que se marchó, el día que la vi alejarse de mí desde la ventana, el día que no corrí escaleras abajo para detenerla. Fue el día en el que me senté en el suelo, con una sudadera que se había convertido en suya en el momento en que yo me la compré, y me puse a recordar. Pude ver su mirada iluminada en la oscuridad, la noche anterior, a la 1:58, diciéndome <<Te quiero, no lo olvides nunca>>; y ahora se había ido. Recordé el latido de su corazón, palpitante en su espalda contra mi pecho, todavía podía sentir sus brazos rodeando mis hombros, y cómo me daba un beso en la mejilla cada vez que lo hacía.
Recordé su espíritu alocado, en aquella fiesta en la que se puso a fardar sólo para picarme; puse los ojos en blanco y la atraje hacia mí. Me obligó a bailar, aunque no era lo mío, pero por ella habría hecho cualquier cosa; recuerdo cómo le dio la mano a mi padre cuando les presenté, con energía y gracia. Recé para que, estuviese donde estuviese, fuera feliz; un sitio bonito, que la gustase de verdad, y que, a lo mejor, la hiciese acordarse de mí y desear volver.
Vuelvo a la realidad cuando me doy cuenta de que tengo algo encima; un pequeño conejo se ha subido a mi zapato, probablemente curioso al ver un chico acurrucado en el suelo contra un coche destartalado. Antes de haber vuelto por completo al presente, susurro su nombre; el nombre que siempre estará en mis labios, como cada vez que un beso podía ser el último.
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