Al principio decides ir lo más rápido posible, para no dejar que el barro hunda tus pies; pero es un error. Cuanto más rápido intentas ir, más te hundes en el barro, y con más fuerza das tus siguientes pisadas. Llegas hasta un árbol con el lodo por las rodillas, y ayudándote de él, consigues salir. Aprendes la lección, y ahora irás más despacio.
De tal modo, lo estudias todo con atención, cada mota de fango, cada centímetro cuadrado, para no cometer otro error. Pisas con cuidado, poniendo el menos peso posible, pero como es fango, tus huellas se siguen marcando profundamente. Entonces te das cuenta de una cosa: cada pisada que das convierte el fango en arena, totalmente seca y árida. Compruebas tus pasos anteriores, mientras corrías, y ves lo mismo. Sin saber qué hacer, te sientas a esperar a que pase todo.
Piensas en todas esas pisadas, todo ese camino que has transformado en desierto. Te preguntas si es posible que pase eso mismo con las personas. Observas tus propias cicatrices mientras la culpa te inunda. No necesitas saber la respuesta.
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