Te despiertas con un horrible dolor de cabeza porque, a pesar de estar arropada hasta la cabeza, estás helada. Has pasado una noche horrible, intentando entrar en calor de todas las maneras que se te ocurrían, pero ninguna ha surtido efecto, y ahora que ya es de día, tus esperanzas de disfrutar de un sueño tranquilo se han desvanecido.
Te levantas, maldiciendo para ti, e intentas entrar en calor de nuevo; te preparas un vaso de leche, deseosa de que su calor te devuelva a ti el tuyo, pero el viejo microondas no está por la labor, y cuando te llevas la taza a los labios, está fría. Nuevo intento para calentarte: te pones una sudadera, pero nada; tus pies siguen congelados, la sangre te sigue palpitando en la cabeza. Lo intentas una última vez, y decides irte a la ducha; un buen baño de agua caliente, empañar el cristal y llenarlo todo de vaho debería bastar; no obstante, en cuanto sales de nuevo al pasillo, el frío vuelve.
¿Y si el frío no está en mi piel?, te preguntas, ¿Y si está dentro de mí? Estornudas, como homenaje a tu dolor de cabeza, y te das por vencida. Sabes que nunca podrás superarlo, que el dolor estará siempre ahí, que no hay nadie más peligroso que tú misma. Sabes que por tu estupidez has cometido el mayor error de tu vida, y ahora tu propio subconsciente te castiga, enviándote una cubierta de hielo macizo; una cubierta que rodea tu corazón, aislándote de lo placentero pero permitiéndote sentir el dolor, siempre palpitante, al ritmo de tus propias pulsaciones.
Algún día acabará, supones, cuando la cubierta se rompa, o cuando tu corazón por fin deje de latir, y así de impulsar el dolor a través de sangre. Algún día.
De momento, sólo sientes un frío glacial.
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