Te levantas y deambulas por la casa como un zombie; desayunas, bostezas, te sientas al ordenador, vuelves a bostezar y empiezas a escribir.
No tienes ni idea de lo que estás poniendo, sólo dejas que tus dedos vuelen por el teclado, añadiendo una y otra frase a tu obra; obra que, por cierto, no puedes ver, porque no tienes las gafas puestas y las legañas hacen que veas todavía más borroso. Pero no importa; sin saber cómo o qué, estás escribiendo como un rayo, tan rápido que lo único que se oye son tus dedos martilleando.
No te planteas parar y releer lo que has escrito hasta ahora; te acabas de levantar y sabes que sólo por ese hecho, ya será bueno. O al menos, aceptable. Podrías ponerte a pensar en los factores cósmicos que te proporcionan esta capacidad para escribir como el mejor, pero es ridículo perder el tiempo reflexionando cuando estamos disfrutando otra cosa, por extraña que sea. Así que no te paras a pensar y simplemente escribes, tal y como llevas haciendo desde que te sentaste, entre bostezo y bostezo.
Según va avanzando la mañana, tu martilleo se vuelve más lento y tu visión algo más clara; haces una pausa y coges las gafas, bebes agua, vas al baño... Cada vez que vuelves a retomarlo la escritura es más perezosa; relees los párrafos anteriores, borras una o dos frases, corriges una palabra repetida...
La inspiración matutina se ha ido. Así que apagas el ordenador y te pones a leer. Porque sabes que volverá mañana.
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