Miras a esa persona a los ojos y sonríes. No ha dicho nada gracioso, no te ha hecho un cumplido, ni siquiera ha abierto la boca. Pero es real, no te lo estás imaginando, así que sonríes.
Rememoras cada segundo que habéis pasado juntos, cada mirada furtiva por el rabillo del ojo, cada roce de manos, cada palabra intercambiada, cada mirada, cada sonrisa... Y no consigues encontrar nada malo. Cada segundo que recuerdas te hace sonreír todavía más. Vaya, ya casi habías olvidado lo que era eso, sonreír, así que te encanta.
Finalmente te vas a casa, y te sientas en la cama, apoyando la espalda contra la pared. Notas el cansancio del día en los huesos, y la vista se te vuelve borrosa, pero tu cerebro es un hervidero de actividad. Ahora que tu presencia no acapara tus sentidos, eres libre de imaginar todo tipo de fantasías. Piensas qué respuesta le puedes dar a esta pregunta, con qué movimiento puedes corresponder a ese suyo, cómo reaccionarías ante aquel cumplido... Imaginas todo lo imaginable y por imaginar, hasta los posibles momentos malos.
Y de pronto, como si fueses una niña que vuelve del colegio con la promesa de una golosina, te olvidas de todo lo que ha pasado hasta ahora y te ríes. Llena de ilusión.
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