Maldita sea, maldita sea, maldita sea. ¿Por qué has tenido que rendirte tan pronto? ¡Estúpida! Si ibas mal antes, ahora que te has rendido y has mirado su perfil, ya no sabes con qué adjetivo describir tu estado de ánimo.
Te estás dejando matar por la bestia, por el rostro de tus pesadillas, por el ángel caído de tus recuerdos. Y te maldices por ello. Se supone que eres fuerte, que has pasado cosas mucho peores, que has sabido salir de pozos sin fondo; ¿cómo es que ahora no eres capaz de echar a aquel que odias? A lo mejor es porque ves que se arrepiente, pero no puede ser; si hay algo que sabes seguro es que le odias; le odias, le odias, le odias, y quieres que se dé cuenta de una vez que nunca vas a perdonarle; no esta vez.
El estómago se te ha cerrado y las ganas de vomitar vuelven a tu organismo. Tonta, tonta, tonta. Miras dentro de tu corazón, y te das cuenta de que no puedes hablar de cicatrices, porque la herida aún no se ha curado. Y ahora se ha abierto, y sangra, absorbiéndote energía segundo a segundo. Te estás volviendo loca, no sabes cómo hacerlo parar.
Según te acuestas para intentar desaparecer, te maldices una vez más por tu debilidad.
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