Sueño con ella, por supuesto, y vuelve a estar conmigo, un año atrás. Para cuando despertó, yo ya me sabía la canción de memoria, y el sol se estaba poniendo; murmuró que se encontraba mal y en efecto tenía fiebre, así que inmediatamente quise regresar, pero ella me suplicó lo contrario. Quería quedarse. De tal manera, le coloqué mi chaqueta sobre los hombros y nos quedamos recostados un poco más, viendo el atardecer.
Las conversaciones se habían acabado, ahora sólo reinaba el silencio, triste pero agradable, como una película romántica. En la película nos quedaríamos ahí, pasando a los créditos y sin dejar ver el resto de la historia; los días tristes. Como no era una película, nadie nos sacó de allí, ni siquiera cuando la fiebre le subió tanto que se desmayó.
A pesar de que fue una negligencia, no llamé a la ambulancia, ni a un médico, ni siquiera a algún vecino. No quería que nuestro pequeño paraíso personal se viera lleno de gente haciendo preguntas, y me había avisado de que pasaría. Cargué con ella cuatro kilómetros, hasta que llegamos al punto donde habíamos dejado el coche, casi un día atrás. La dejé en el asiento del copiloto y conseguí arrancar la vieja tartana. Recuperó la consciencia a trece kilómetros de su casa.
Habíamos pasado muchas noches juntos pero, no obstante, creo que esa fue la mejor; no tenía fuerzas, ni color en las mejillas, estaba ligeramente mareada y desorientada; y sin embargo, estaba conmigo. Cada vez que sentía su respiración en mi pecho, sus finos dedos recorriendo mi pelo, sus labios sobre mi clavícula... Cada vez que abría los ojos y veía que en efecto, estaba ahí, todo iba bien.
No obstante, cuando abro los ojos ahora, me veo solo, sentado en una piedra con el cuerpo agarrotado y sudoroso. Me río, porque sé que ella lo habría hecho.
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