Estás hecha una bola en la cama, acurrucada contra la pared, la cadera y la espalda resentidas por la inmovilidad constante. Debes llevar llorando una media hora, sin parar, lágrima tras lágrima, recuerdo tras recuerdo.
Ahora que tu reserva de lágrimas se ha acabado, te has calmado un poco. Aún tienes la cara empapada, pero al menos ya respiras. Te concentras en el silencio. El tintineo contra tu ventana te dice que está lloviendo, y al parecer mucho. Recuerdas cómo siempre dices que te encantaría sentarte un día a mirar la lluvia, perdiéndote en su bella monotonía.
Te levantas, coges una sudadera para no quedarte fría y te vas a la habitación que da a la calle. Tomas asiento lo más silenciosamente que puedes, para no despertar a tus padres, y apoyas la cabeza entre los brazos. Tienes que mirar hacia una farola, porque si no, no se ve nada, pero eso está bien. Te pierdes en los litros y litros de agua que caen, lavando la calle, lavándote a ti. La luz de la farola te resulta cómoda; es amarilla tirando a naranja, como el fuego, y eso te proporciona calor interno.
Compruebas la hora en el viejo reloj de pulsera que siempre dejas ahí. Llevas una hora sentada frente a la ventana. Suspiras profundamente, intentando evaluar tus ganas de vivir. No hay muchas, pero hay un sentimiento que sobresale de los demás. Vuelves a mirar a la lluvia antes de irte a la cama.
Estás llena de serenidad.
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