Tienes los ojos rojos, te escuecen, te fallan; ves borroso y ni cerrándolos mejoran. Sientes los músculos agarrotados, dolidos, aplastados; intentas estirarte pero sólo sirve para hacerte más daño. Intentas hablar pero la voz te sale ronca, la garganta está irritada, resfriada; pruebas bebiendo agua, pero nada. Todo tu cuerpo te está enviando un mensaje muy claro: vete a la cama.
Sin embargo, y aunque estás deseando volver a la dulce e inocente inconsciencia, no te mueves. Porque aunque tienes miedo a la luz, también lo tienes a la oscuridad; le tienes miedo a todo. Si estás despierta te traicionan los sentimientos, si estás dormida, los recuerdos. Estás en ese punto muerto del camino en el que todo te traiciona y nada te salva.
Así que intentas quedarte en el punto muerto dentro del propio punto muerto, ese en el que el dolor físico y la fatiga anegan el pensamiento e impiden que propague su ponzoña. Sabes que no podrás alargarlo mucho, tarde o temprano tendrás que rendirte al sueño y a las pesadillas, para luego volver a la consciencia y la realidad. De momento, no sientes nada, sólo ruido sordo.
Sólo que lo sientes con demasiada intensidad.
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